martes, 12 de abril de 2011

Pasas húmedas.

Lo contó todo en dos viajes de tren. Gastó la tinta de un boli y medio y los tres cuartos de una goma de borrar. Gastó también la batería del iPod y en su afán por aislarse se quedó medio sorda. Pensó que no le importaba machacarse los tímpanos si era con el piano de Yann Tiersen o la acústica de Dallas Green. Todo lo que no fuese escuchar la música del móvil de las chicas de atrás.
Se imaginó que vivía en cada una de las casitas de colores que bañaban sus pies en el agua y doraban sus pestañas al sol. Se imaginó en aquél arrebato poético que el chico de enfrente la invitaba a bailar sobre el césped que desfilaba al otro lado de la ventanilla.
Mietras su imaginación volaba para tocar las cumbres nevadas seguía enlazando letras para hilvanar una historia sin principio ni final. Ojos rotos, manos nevadas, besos ciegos, baile desequilibrado, hilo endulzado. Todo en consonancia con los colines que salaban su boquita de piñón. El chico del asiento de enfrente la observaba con una sonrisa en sus ojos del color de las pasas, pero no le sonreía a ella sino a la chica de atrás, que en ese momento colocaba el abrigo sobre el asiento, un abrigo color camel para una chica rubia. Ella le dedicó una sonrisa que delataba años de ortodoncia hasta que llegó su novio, quien la agarró del culo y le metió la lengua hasta la campanilla mientras lanzaba una mirada amenazadora al chico de enfrente, como un perro marcando su territorio.  El boli rodó por el cuaderno y cayó al suelo: la palabra quedó coja, la escritora quedó manca, con la mano escondida entre el pelo de su novio, que olía a  lápiz y a estudios y a frutos secos. Pensó que no estaba bien que su chico demostrara tanto amor en público y de manera tan vulgar, pero dejó que la tocara; hacía tiempo que no paseaba su lengua en el túnel húmedo que tanto vértigo le producía desde la primera vez que lo exploró. Dejó que el calor conocido la recorriese y recordó con una sonrisa las náuseas que había sentido al principio, cuando otra legua amarga y ajena a su cuerpo se enroscaba insistentemente alrededor de la suya propia. Ahora ya se confiaba más a la sinhueso de él,  pero todavía no se acostumbraba a que otra saliva bañara su boquita de piñón. Cuando terminó de dejarse besar sintió unas ganas enormes de comerse una onza de chocolate, y mientras lo buscaba en las profundidades de su bolso, su novio ocupó el lugar del chico de enfrente, que se  había retirado sin que nadie se diera cuenta y con las pasas mojadas. La escritora reparó en su ausencia cuando al retomar su historia interminable sintió que le faltaba el aroma a frutos secos y lana húmeda que hasta entonces habían sido personajes inconscientes en sus páginas. 

Celio y Claro.

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