martes, 12 de abril de 2011

Yo soy de caoba.

Recorría las cuerdas de metal bailando con sus dedos huesudos. Se perdía bailando "Twist" en los espacios infinitos de cada traste, de cada acorde: "Entreacordeo". En realidad no acariciaba el mástil, acariciaba unas piernas que conocía muy bien. Salvaba los abismos entre los dedos de aquellos pies, como el niño de una historia que su madre le contaba cuando era pequeño. Daba pasos de pequeño astronauta por cada lunar, por cada comisura. Acariciaba las pestañas con las yemas de los dedos encallecidos. Sabía que con este último gesto ella se quedaba dormida y desnuda.
Abatida y perfecta.
Dicen que un orgasmo no es un absoluto sino una sucesión eterna de gestos.

Él llegaba al clímax cada vez que cogía la guitarra. Ella alcanzaba las copas de los árboles cuando trepaba por la enredadera de sus melodías de metal y madera. 
Eran recíprocos y conecesarios. No había manera de separar un cuerpo así de un alma que no se digna ni a soñar ni a sonar. Nadie querría separarse nunca de sus caricias, ni de su sabor a madera, ni de la música, nunca. Nadie se atrevería a despegar la planta de sus pies de aquel cuerpo con curvas por miedo a caerse entre los trastes y ahogarse en notas rotas. 
¿Qué más da lo que digan que es un orgasmo, si sé absolutamente lo que es? Ellos dicen, mientras yo soy de caoba en mi piel y en mi deseo.

Jaime, Clara y Celia.

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