domingo, 17 de abril de 2011

Y ventanas de autobuses y sillones de chocolate.

Yo también quiero una habitación en Barcelona en la calle París. Y que mi gato se llame Nueva York, y mi canción preferida sea California Waiting y mi película favorita I love England, y que me llamen Ginebra. Y que me lo escriban en el vaso del té, eso es lo más importante, porque en esta ciudad con venas cuajadas de glóbulos blancos que devoran a las pobres extranjeras, hay pocos refugios más efectivos que un té con canela y un delicioso batido de chocolate y nata. Y como "culo veo, culo quiero", que me escriban esas tres letras que tan poco piden y así parece que te quiero todo lo que no puedo (o no debo) quererte en Zaragoza, Leo.


¿Te imaginas vivir en el envoltorio de una magdalena?
Estaríamos todos deliciosos y la vida tendría un índice muy alto de glucosa.




Una noche te abrazé con zeta a la orilla de un mar sin color, es algo que recuerdo constantemente. Mi alma insípida se tiñó de azul y tus lágrimas sordas derramaron plata. Cuando sorbiste por la nariz y te dije que me habías llenado el hombro de mocos me di cuenta de que soy una experta en destrozar momentos. Te reíste, que es mucho más de lo que podía pedir en momentos como aquél. Deslicé el pie en el interior de la arena, dejando que el sol se hundiese en el mar y tus lágrimas con él. Empujé a la luna para que pudiéramos reflejar nuestras sonrisas y tus fantasmas se ahogaran en la negrura del agua salada. De un mar sin color.






Me saben a café tus comisuras de los besos. Me gustaría tener un mostrador con botes de canela y vainilla y nuez moscada para endulzarlos un poco. La primera vez que pruebo el frapuccino, está buenísimo, la próxima vez que venga, iré a por él. La primera vez que lo pruebo resulta que es en tus labios, creo que ahora te quiero más y quiero más. Pero la próxima vez nos preparamos el café en casa, que es más barato. La primera vez es como todas, un poco raro, pero te acabas acostumbrando.

(Con la colaboración especial de Roxana)






Quisiera dormir entre la espuma de un frapuccino y que mi edredón fuera sirope de chocolate, y quisiera ser tan alta como la luna. Ser de caramelo. Y no ser de ninguna de estas cosas, y no oler, y no saber, y no sentir. Y punto.




La mejor fotografía del mundo es de un niño que tropieza él solo y se cae. Quiero decir sin que intervenga ningún tipo de fuerza, ni mayor ni menor. Lo que no explica la foto es el momento completo en el que se desarrolla ese instante, porque las fotos son eso, un parpadeo. Y por eso esta foto no existe, o quizás sí porque Robert Doisneau apretó el disparador después de que todos esos niños cruzaran el paso de zebra (con zeta).





Celio y Claro again.

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